* Esto lo escribí hace unos días, más precisamente el jueves, día después a lo referido en el texto.
Me late el corazón rápido. Me transpiran las manos. La luz blanca me enceguece. Me descompone el olor, esa mezcla a desinfectante y látex. Pero acá estoy. Tenía que venir. Lo empujé muchos años. Existen las personas que le tienen miedo al dentista… y yo.
Por suerte, él es una persona amable. Igual no le creo. Alguien a quien le guste esta profesión no puede ser otra cosa más que un sádico. Quizás es un psicópata, por eso actúa tan bien.
Me siento. Quisiera poder cerrar los ojos pero no puedo. Tengo que ver. Él me abre la boca mientras escucho a la ayudante traer cosas metálicas, no la veo pero escucho el choque entre ellas.
“Esto puede que lo sientas un poquito”. Ok, quiere decir que va a doler. Me sorprendo porque no es así. Es un pinchazo, dos, tres. Nunca me dieron miedo las agujas. Son los instrumentos más gruesos los que no me gustan. Y la mitad de la boca se me duerme. Se me pide que abra más la boca pero apenas la siento.
Así empieza. Algo que termina durante unas dos horas. Cuando se suponía que iba a ser algo rápido.
Mi mirada está fija en la luz blanca del techo. Veo parte de la cara del dentista y la de su ayudante. Ella es más bruta. En algún momento, para abrirme bien la boca, me apoya parte de su mano en mi nariz, casi en mis ojos, que por precaución cierro.
Pasan varios instrumentos por la mano del doctor y por lo tanto por mi boca. Cambian de posición, intentan por acá, por allá. Que con la pinza, que haciendo palanca. Que cortando un poquito. Incluso un torno pasa por allí, no me puedo imaginar ni quiero saber para qué. Apenas siento algo, él se da cuenta y vuelve a pinchar y a eliminar toda sensación (si tan sólo pudiera dejar de ver).
Ojalá existiera anestesia para cada momento de la vida que uno no quiere sentir o que le duela…
Ya estoy cansada. Fastidiosa. No quiero más. Siento ganas de llorar de la impotencia cuando me dice que no hay caso, que la va a dejar preparada para que salga un poco más, y que me va a sacar la otra, la de arriba.
Mi boca abierta a su disposición. Su mano entra, sale, se mueve. Todo esto podría haber resultado muy erótico, en otra situación, en otro lugar, con otra persona. Pero no, aunque no me haya dolido nada aún, para mí esto es de terror.
La muela de arriba sale de manera inmediata, sin dudar, lo que me da más bronca. Era la de abajo la que dolía y me hizo a regañadientes venir a ver al querido dentista. Pero ella no quiso soltarme, se aferró a mí y acá estoy, aún con ella bajo unos puntos esperando hasta la semana que viene para saber cuánto tiempo más va a ser así.
El doctor halaga mi buen comportamiento y sí, carácter sumiso y paciencia siempre tengo de sobra. Por culpa de mi madre, que no aceptó no acompañarme y tras preguntar desde afuera varias veces por mí, es que el doctor la hace entrar y nos explica cómo tengo que seguir. Me trata un poco como a una niña por su culpa, me llama “campeona”. “Por favor que no me pregunte la edad para completar la ficha”, pienso. 28 años, por suerte aparento menos.
Salgo frustrada y un poco enojada. Me quería sacar este peso de encima, esta muela inútil que no sirve para nada más que molestarme.
Me consuelo pensando en el helado que voy a comer. Siempre digo que podría vivir a helado, aunque no me lleno fácilmente con él y necesitaría kilos y kilos.
La semana que viene volveré y quizás tenga otra historia para contar.